Cuando me montaron en la rueda, no me dijeron mucho… solo que era un conejo y que debía comer zanahorias. - ¿Cuántas? - pregunté, -las más que puedas- contestó el guardián de las alturas y la cosa empezó a girar, una mano gigante le estaba dando vueltas.
Sin pensarlo mucho empecé a correr hacía el lado donde estaban las zanahorias, todos iban para allá. Empecé con todas mis fuerzas, las zanahorias se veían muy lejos aún, corrí un poco más rápido y parecía acercarme un poco pero no llegaba, me cansé y paré a descansar, y justo cuando me daba cuenta de que las zanahorias desaparecían de mi vista escuché la profunda voz del guardián de las alturas – ¡Si te detienes te van a ganas las zanahorias! – Volteé y vi a un montón de conejos hambrientos corriendo a toda velocidad para rebasarme, todos gritaban “¡Zanahoria! ¡Zanahoria!”, empecé a correr como desaforado nuevamente. Un día que estaba desesperado pensé que quizá si corría para el otro lado, con el movimiento de la rueda a mi favor llegaría a algún lado. Lo intenté, de una me volteé y empecé a correr a toda velocidad tratando de esquivar a todos mis competidores, empecé a subir la ruleta a toda velocidad, pero justo cuando alcé la cabeza en busca de zanahorias me topé de frente con una estampida de cerca de veinte conejos que no hicieron el menor esfuerzo por rodearme, me pasaron por encima, me gritaron e insultaron, el guardián en medio de una carcajada siniestra me habló “Nunca se corre en contra de la rueda”. No me quedó otra alternativa que prepararme para ser el conejo más rápido de todos, para ser más rápido que la rueda. Entrené fuerte quizá por una década, finalmente un día decidí poner toda mi energía en movimiento, corrí como nadie, empecé a pasar a muchos conejos, la voz de las alturas gritó “¡Les ganan las zanahorias! ¡Les van a ganar!”, todos como enloquecidos aceleraron “¡Zanahorias! ¡Zanahorias!” se escuchaba, yo aceleré más, alcancé a olerlas, estaban tan cerca ahora sí que ya podía saborearlas, cuando estaba listo para saltar para agarrarlas me caí, la gran mano que gira la ruleta aceleró sus revoluciones, nuevamente me aplastaron cien conejos. Me acostumbré a la idea de que nunca iba a conseguirlo y mejor me relajé, la voz me seguía gritando todo el tiempo, a veces muy amenazante me decía que no merecía estar en la rueda, a veces como si fuera mi mejor amigo me hablaba en tono de consejo sobre la importancia de las zanahorias, no hacía gran diferencia, nunca nadie las había probado. Un buen día empecé a estudiar la posibilidad de bajarme de la ruleta, conforme pasaban los días veía el piso menos alto, aun así, me aterraba la caída, corría el rumor de que todos los conejos que se habían caído habían muerto. Ya para entonces era todo un atleta, mi capacidad física era mayor que la de cualquier otro conejo, podía mantener el ritmo del trote sin sudar siquiera, conocía tan bien cada recoveco y movimiento de la rueda que podía cerrar los ojos por días enteros y no chocar con nadie. Empecé a usar mis super-poderes para observar lo que pasaba debajo y alrededor de la rueda, al principio no note gran cosa, pero un día de esos en que uno tiene suerte me tocó ver como caía un conejo, el pobre intentó rebasar a un grupo de cinco y se le acabó el espacio, nadie siquiera volteó a verlo pero yo vi todo como en cámara lenta, el colega dio dos vueltas en el aire y cayó de cabeza, no se levantó. Seguí observando por años como caían los conejos, todos morían, hasta que un día vi a uno caer sobre sus patas traseras, ¡se movía!, sus patas estaban rotas, pero estaba vivo, lo vi arrastrarse por días, pero eventualmente murió de hambre, nunca llegó a las zanahorias. El día que decidí saltar ya sabía que debía evitar dar vueltas y mantener el equilibrio para caer sobre las cuatro patas, solo tomé velocidad, la mayor que nunca alcancé, cuando escuché la voz del guardián solo salté hacía el lado derecho, abrí las cuatro extremidades como si tuviera alas, obviamente no volé, pero al menos no me fui de cabeza… caí sobre las cuatro patas, dolió el golpe, pero estaba vivo y entero, podía correr, y corrí hacía las zanahorias… Comí hasta hartarme por días, después me di cuenta de que las zanahorias no eran tan ricas como las pintaban y que para comerlas tenía que estar siempre en ese mismo lugar… Me fui a explorar y aprendí a comer pasto, ese crece en todos lados.
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La bella Lakshmi se encontraba en medio de una profunda meditación, cuando abruptamente fue interrumpida por su marido Arjan. -Lakshmi, tenemos que hablar- Alzaba la voz un tono más grave de lo habitual y quedándose sin aire mientras pronunciaba la última palabra.
Los ojos de Lakshmi se abrieron muy lentamente, eran como dos lunas en creciente, quizá pudieron tardar un mes entero en abrir, para ella fue solo un segundo, mientras tanto Arjan observaba su figura cada vez más nítida reflejada en esos dos enormes espejos que ahora estaban del todo abiertos, hizo lo que todos hacemos frente a nuestro reflejo , trató de componer su postura, de suavizar su gesto, de controlar el movimiento de sus manos, todo en vano, en algún momento decidió mejor esquivar la mirada. Lakshmi seguía sin mover una sola célula de su cuerpo, se limitó a observar detenidamente al hombre que tenía enfrente, notó que sudaba profusamente, era como tener una gran fuente dando un espectáculo solo para ella, las gotas caían de su pelo con precisión matemática, cada una encontrando un cauce, algunas corrían por las arrugas que atravesaban la frente de lado a lado, entraban por el lado izquierdo y salían por el derecho, otras se desviaban siguiendo el sendero de una vena saltona que salía del pelo y terminaba en la nariz. Observó el mismo espectáculo sucediendo en los brazos y en las piernas, le tomo algunas décimas de segundo recorrerlo completamente con la vista, descubriendo cada río y cada lago que se formaba en su cuerpo, registrando la frecuencia de caída de las gotas, la velocidad a la que viajaban. Lo miró a los ojos, observó que estaban más pequeños de lo habitual y enrojecidos, el agua también los recorría en su caída, solo era interrumpida por unas ojeras muy profundas, se percató de que ese era el único lugar en donde el flujo se detenía haciendo charcos que eventualmente se desbordaban con violencia. Bajó la mirada un poco y su atención se quedó en las venas del cuello, estaban inflamadas y palpitaban con fuerza, podía escuchar con claridad como la sangre se agolpaba como una ola desde el pecho hasta la garganta, se percató como después de cada ola los orificios de la nariz se expandían brúscamente en busca de aire. Noto la diferencia entre la respiración de su marido y la suya, dio una inhalación larga y pasiva durante la cual pudo contar diez de su marido, también hubo veinte frotadas de manos, treinta sube y baja del pie derecho, dos removidas del sudor de la frente y una rascada de espalda, todo en una sincronía bastante más imperfecta que la del sudor. Al ver este panorama cualquiera hubiera ya anticipado una noticia catastrófica, ella decidió no dejarse llevar y mejor siguió observando y escuchando. -Dulce Lakshmi, hija más bella de la luna, no sé por dónde empezar lo que te quiero decir hoy- ella continúo inmóvil escuchando. –Antes te quiero prevenir que lo que a punto estoy de hablar nada tiene que ver con alguna hechura tuya, ya que tú eres incapaz de cualquier falla, no me cabe duda que en verdad debes ser una encarnación divina, quizá de la mismísima diosa Lakshmi de la que tu llevas el nombre- Tomó una pausa, intentó una sonrisa esperando haber roto el hielo, al no encontrar reacción tragó saliva y continuó –Y yo soy un raksasa cualquiera, una bestia incapaz si quiera entender la virtud, cuanto menos de practicarla ¿Cómo llegué a imaginar que podía hacerte feliz? Más me intriga aún como fue que tú lo pensaste también… en fin, yo ni compartiendo lecho con la virtud encarnada puedo encontrar gozo, y hoy heme aquí… otra vez-. Los ojos de Lakshmi no parpadeaban, los de él miraban ya al vacío mientras alzaba la voz de golpe –¡Quizá esto del matrimonio no sea para mí! - su cuerpo entero se sacudió en un espasmo, y recomponiendo con voz más suave re-inició –Nunca tomes literal mis palabras mi bolita de yamun- le estiró una mejilla -a veces salen de formas que uno no planea… lo que tienes que saber es que la ansiedad volvió, hay veces que siento que me asfixio, más por las noches, las peores atrocidades me pasan por la cabeza, solo quisiera salir corriendo, sin empacar, sin avisar, y no volver nunca más… solo el peor de los demonios podría encontrar regocijo en una fantasía tan vil… y bueno, después llega el alba y al verte el odio por mi mismo se apodera de mi, quisiera sacarme los ojos en ese instante, al rato me consuelo prometiéndome nunca hacerte algo así … no otra vez… no sin una explicación- hizo una pausa esperando una reacción que no llegó, y después continuó hablando más rápido –sé que debes estar pensando que hay otra mujer… te lo prometo que no mi lunita- volteó la mirada hacia la puerta y continuó –debes creerme que no tengo plan alguno, no tengo idea de que haré, quizá me vaya a las montañas, probablemente en la soledad es donde podré encontrar el silencio y la paz que hoy no tengo- Lakshmi seguía observando todo, casi hasta podía adivinarse una sutil sonrisa en su rostro serio, él pasó sus ojos por ella y estremeció por última vez mientras articulaba en un tono de falsa seguridad –Me tengo que ir ahora lunita mía, será lo mejor para ti, tu eres perfecta y si sigues conmigo eventualmente dejarás de serlo, no quisiera vivir con eso en mi consciencia… me llevo una parte de los ahorros, créeme que pronto te lo devolveré… adiós”. Lakshmi le dio una dulce mirada, una sonrisa que fue como mil caricias, y le dijo con una voz suave como la seda “Esta bien”. Una vez él hubo salido del cuarto, Lakshmi derramó una lagrima y volvió a una profunda meditación. Naidu era muy pequeño aun cuando descubrió que la lluvia sobre el nunca cesaba, cuenta que fue alrededor de los cinco años cuando por primera vez volteó y vio aquella nube gris sobre si, a veces tirando una pequeña brisa, a veces unos chubascos como del monzón. Sin importar lo que hiciera o lo que pasara a su alrededor, la nube siempre estaba sobre su cabeza tapándole el sol y mojándolo, había días buenos en que simplemente se resignaba a lo inevitable, había otros en que lloraba mucho, pero sus lágrimas al final se confundían con el agua que lo mojaba siempre.
Cuando tenía como unos diez años sus padres le dijeron que si lo deseaba con mucho fervor algún día la nube se iría. Pero esto nunca pasó. Cuando tenía cerca de quince años un religioso le dijo que si rezaba con mucha fe, algún día la nube se disiparía. Le rezó a Vishnu a Brahma y a Shiva, les dejó ofrendas durante cinco años, pero la nube siguió ahí. Cuando cumplió veinte, un gran científico en Calcuta le dijo que no hay nada que no se pueda logar si uno se lo propone, y que si trabajaba con todas sus ganas algún día encontraría la fórmula alquímica para secar esa nube. Por diez años usó todo lo que había aprendido, hizo muchos experimentos, muchas veces se sintió cerca de triunfar; por breves momentos parecía que se desvanecía, pero a las pocas horas ahí estaba borrasqueando otra vez. Desolado, decidió dejarlo todo y refugiarse en las montañas. Ahí conoció a un yogi, después de que le platicara a este todas sus desventuras, el viejo lo miró con una sonrisa socarrona y le dio un objeto diciendo “Esto también se lo di a otro que vino quejándose de no tener una nube que le tapara el sol”. Le dio lo que hoy conocemos como un paraguas. Levántate y anda de pie, que las rodillas no se hicieron para estar sobre el suelo.
A mi no me hables de tu, yo hablo el lenguaje del karma. Dímelo con pies y manos. Si, todo escucho y todo veo, por que soy tu vecino de al lado, soy tu madre y tu hijo. Deja de pedirme, lo que deseas o ya lo tienes sin saberlo o no es para ti ahora. Ocúpate de dar. Lo que das es una flor que siembras en tu mundo, es un regalo que te das a ti mismo. Atentamente... Ishvara. Cierta mañana lluviosa y fría el joven Yuvan se acerca a su maestro con lágrimas en sus ojos -Guruji, la vida me pesa como una manada de elefantes, como todas las rocas del Himalaya juntas-.
Su gurú lo miraba con atención -Nunca nada de lo que hago sale bien, todo es infortunio y desdicha en mi vida… por más que lo pienso no encuentro la razón de vivir. Sabio de los sabios ilumíname con dulces palabras que me den la fe que necesito para continuar-. El gurú sonrío con dulzura y entonó las siguientes palabras -Querido Yuvan, vuelve a tu casa y prométeme que la próxima vez que estos pensamientos crucen por tu mente vendrás de nuevo a verme–. Pasaron tres días con sus noches, y a la siguiente mañana Yuvan entró a la sala de su querido Gurú con los ojos apagados y enrojecidos. –Maestro, tu que conoces todo lo que es real de este mundo, estoy aquí de regreso para escuchar tu consejo. Todos los días es sufrimiento para mí, la vida me atropella como una estampida de ciervos sin yo poder siquiera correr-. Con suave voz empezó el maestro -Alma joven y bondadosa, ve a casa y la próxima vez que un pensamiento así cruce por tu mente corre a verme-. Yuvan con la voz más aguda alegó -Pero maestro, eso dijiste la vez anterior…- La respuesta fue una dulce sonrisa. Pasaron cinco días enteros, y al sexto Yuvan volvió, su cara reflejaba ira y descunsuelo. –Maestro, heme aquí otra vez, derrotado por la vida como siempre, por favor esta vez espero las palabras que le den sentido a este pesar que es la vida-. Pasó así un año, Yuvan volviendo con su maestro cuando la impaciencia lo atacaba, a veces una vez a la semana, a veces cinco, también había semanas en que no iba una sola vez. Un buen día después de una larga meditación, el sabio invitó a Yuvan a sentarse frente a él. – Alma paciente y fuerte, no hay nada que pueda aconsejarte para alejar la desdicha de tu vida, nada para decir que te haga más liviano el peso de vivir, no hay palabras para explicar por qué la pena y la vida caminan juntas todo el camino… lo único que se puede saber, ya lo aprendiste. Hoy sabes ya que por cada día que viniste, hubo otros muchos que no-. |
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Bhanu K.N. Archivos
Agosto 2023
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